UNA BUENA PREGUNTA

Fui invitado a cenar a la casa de un hombre rico y poderoso. Este hombre tenía la fama de dejar en ridículo a sus invitados. Después de un rato de conversaciones sin sentido, tuve el presentimiento de que era yo el invitado que estaba destinado a sufrir el ataque de aquel hombre, y dicho ataque no se hizo esperar. Fue una pregunta simple, pero que requería una respuesta no tan simple.

El hombre dijo dirigiéndose a mí:
-Tengo conocimiento de que usted es muy conocedor de estas cuestiones; por eso quisiera saber: ¿para usted, cuál de las tres leyes es la veraz, el islamismo, el budismo o el cristianismo?

En su tono de voz se podía ver la intención, porque en aquella mesa junto conmigo había representantes de las tres leyes mencionadas. Yo agaché la cabeza, como para leer un libreto, y cerré mis ojos como pidiendo auxilio. No sé cuánto tiempo pasó, pero me pareció un siglo, hasta que de pronto recordé una historia que escuché cuando niño, y procedí a responder:

-Señor, es muy bello lo que usted propone, pero quisiera que me permita responderle con una historia de mi niñez. Si mi memoria no me falla, se la contaré.

“Había un hombre muy rico que, entre muchas joyas que poseía, tenía un anillo precioso. Queriendo hacer honor a su precio y su belleza, decidió perpetuarlo, dejándolo por heredad a aquel de sus hijos que hiciera mérito por ello y verdaderamente fuera digno de tal joya, el cual sería reverenciado y honrado por los demás y tenido por mayor. Al que le tocó tal honor recibió la orden de hacer lo mismo con sus descendientes, y así se siguió haciendo como lo había dispuesto su predecesor. Es decir, que el anillo pasó de mano en mano, de generación en generación, hasta que llegó a las manos de uno, el cual tenía tres hijos, virtuosos y muy obedientes a su padre, por lo que los tres eran igualmente amados por éste.

“Los jóvenes sabían la usanza de aquella sortija; y, cada uno con el deseo de ser el más honrado entre los suyos, como mejor podía rogaba al padre, ya viejo, que cuando muriese le dejase aquel anillo. El buen hombre, que amaba de modo igual a sus tres hijos, no sabía a cuál designar, y resolvió secretamente mandar a hacer otros dos anillos que fueran tan semejantes al primero que apenas él mismo reconocía cuál era el original.

“Sintiéndose morir, en secreto dio un anillo a cada uno de sus hijos. Después de la muerte del padre, queriendo reivindicar la herencia y el honor, y negando a los demás, cada uno de ellos mostró el anillo. Habiéndose descubierto que las sortijas eran tan semejantes que no se podía saber cuál era la verdadera, se abandonó el pleito, quedando sin determinar quién era el heredero del padre.

“Y así, señor mío, en lo que respecta a las tres leyes a los tres pueblos dada, cada uno cree que su herencia, su ley y sus mandamientos son los verdaderos; pero que lo sean o no, así como en la historia de los tres anillos todavía está pendiente de resolverse el caso.”

Mi anfitrión sólo hizo un gesto, como de aprobación, y nadie volvió a mencionar el tema.

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